Tenía unos veinticinco años cuando mi empresa me mandó a hacer un entrenamiento en Suiza. Fue la primera vez que descubrí las ventajas de los horarios que se llevan en todo el mundo, excepto en España.

–         entrar al trabajo a las ocho

–         a las doce hacer una comida frugal, normalmente un plato combinado

–         a las cinco terminar el trabajo

–         a las seis y media cenar bien

–         queda tiempo para el ocio: cine, baile, lectura, etc..

–         a las once a dormir

En España pasamos muchas más horas pendientes del trabajo, debido sobre todo a las dos o tres horas que nos damos para comer, con lo cual terminamos el trabajo a las siete o las ocho. Cenamos a las nueve, y nos acostamos cuando termina la película de la TV, normalmente cerca de la una. Al día siguiente andamos medio dormidos.

Comer a las dos, los domingos a las tres, y cenar a las nueve o las diez, es una curiosidad única en el mundo. Ni siquiera en América del sur, a la que dimos nuestra religión y nuestro idioma, lo mantienen. Ellos se han acogido al horario que surge de forma natural.

Todas las fuerzas institucionales de nuestro país (partidos políticos, sindicatos, cámaras de comercio, etc..) están de acuerdo en que deberíamos cambiar nuestras costumbres. Incluso hay una comisión, desde hace años, creo que dentro del Mº de Interior, que tiene por misión proponer soluciones a ello. Pero esta comisión me recuerda una anécdota real muy comentada en círculos empresariales. Se cuenta que en Viena, después de la II Guerra hubo una auténtica invasión de ratas. El Ayuntamiento lo que hizo fue crear una comisión para proponer formas de terminar con las ratas. Pero se olvidaron de pensar en que, ¿quién era el principal preocupado en que las ratas subsistieran?, pues la propia comisión, pues terminadas las ratas, terminada la comisión.